Foto de Christopher Anderson
Escrito por: Michael Finkel
Jesús nació aquí El pueblito donde nació Jesús es ahora uno de los lugares más conflictivos sobre la faz de la Tierra.
ASÍ NO LLEGARON MARÍA Y JOSÉ A BELÉN, pero así se entra ahora. Hay que esperar junto al muro. Es una impresionante barricada de concreto, de tres pisos de altura, coronada por alambre de púas. Los soldados israelíes armados con rifles de asalto examinan los documentos, registran el vehículo. Ningún civil israelí, por orden militar, puede pasar. A unos pocos residentes de Belén se les permite salir. La razón por la que el muro existe, según el gobierno israelí, es mantener a los terroristas alejados de Jerusalén.
A Belén y a Jerusalén las separan sólo 9.5 km, aunque en la comprimida y fraccionada geografía de la región eso las coloca en territorios diferentes. Belén está en Cisjordania, en los terrenos ocupados por Israel durante la Guerra de los Seis Días, en 1967. Es una ciudad palestina, la mayoría de sus 35 000 residentes es musulmana. En 1900, más de 90 % de la ciudad era cristiana. Hoy, sólo cerca de la tercera parte de Belén lo es, y esta proporción disminuye a un ritmo constante al emigrar los cristianos a Europa o a América. Al menos una docena de terroristas suicidas ha provenido de la ciudad y de su distrito circundante. La verdad es que Belén, el “pueblecito” venerado durante la Navidad, es uno de los lugares más conflictivos de la Tierra.
Si le autorizan el paso, se abrirá una puerta corrediza de acero, los soldados se harán a un lado y usted conducirá hacia la abertura temporal que han horadado en el muro. Luego la puerta se cerrará de golpe. Ya se encuentra en Belén.
En el agreste paisaje a orillas del desierto de Judea, la ciudad se erige sobre varias colinas anchas y aplanadas, con escasa vegetación. Las casas más antiguas están hechas de roca amarillo pálido, incrustadas a lo largo de calles empinadas y angostas. En un estanquillo al aire libre, la carne de carnero gira en un asador, goteando grasa. Los hombres, sentados en sillas de plástico, sorben café árabe espeso de unos vasitos. Huele a basura acumulada. Al subir por la empinada pendiente, se ve cómo se extiende la construcción del muro; una serpiente gris, segmentada con torres de vigilancia cilíndricas, que estrecha metódicamente la ciudad.
Tras el muro, a lo largo de los límites de Belén, hay tres campos de refugiados palestinos, bloques de apartamentos, construidos caóticamente. La brisa que sopla entre sus callejones dobla las esquinas de cientos de carteles de mártires: jóvenes que, con la mirada impasible, sostienen sus rifles de asalto. Muchos son víctimas de las Fuerzas de Defensa Israelíes. Otros se han hecho estallar en centros comerciales, restaurantes o autobuses israelíes. Los textos en árabe de los carteles ensalzan la grandeza de estos actos.
Justo fuera del muro, dominando los montes y las colinas de los alrededores, se encuentran las colonias judías que se expanden descontroladamente, plagadas de grúas de construcción. En la cima de la colina central de Belén está la Plaza del Pesebre, una explanada empedrada frente a la Iglesia de la Natividad. La estructura más alta y destacada es una mezquita. Muchas de las tiendas de souvenires permanecen cerradas, vestigios de épocas más pacíficas. El turismo es poco, los peregrinos son llevados de un lado a otro por guías; una parada rápida en la Plaza, luego una salida veloz a la colina y regresan por el muro, de vuelta a Jerusalén. Los hoteles están vacíos en su mayoría. Pocos visitantes pernoctan ahí. El desempleo en Belén, según cálculos del alcalde, es de 50 %, y muchas familias viven al día.
La Iglesia de la Natividad está casi escondida. Parece una fortaleza de piedra con paredes gruesas y hostiles y una fachada sin adornos. Quizá por eso ha sobrevivido 14 siglos: Belén no es un lugar de arquitectura delicada. Estar en un cruce de caminos del mundo –la populosa intersección entre Europa, Asia y África– significa ser invadido sistemáticamente a lo largo de la historia. La iglesia ha resistido conquistas persas, bizantinas, musulmanas, cruzadas, mamelucas, otomanas, jordanas, británicas e israelíes. La entrada, reducida a través de los siglos, quizá para evitar el acceso de los caballos y camellos de los viajeros, es un agujero minúsculo. Casi hay que doblarse a la mitad para poder pasar.
El interior de la iglesia, frío y oscuro, es tan sobrio como el exterior; cuatro hileras de columnas en una nave abierta llevan al altar mayor. No hay bancos, sólo una colección de sillas abatibles. Sin embargo, bajo el altar, al final de una desgastada escalinata de piedra caliza, hay una pequeña cueva. En las áreas rurales de Belén, hoy, al igual que hace 2 000 años, las grutas se utilizan como corrales. Los pesebres se excavan en la roca. Aquí, en el blanco de este volátil lugar, rodeada de asentamientos judíos y campos de refugiados, encerrada tras un muro, escondida entre un bosque de minaretes, aprisionada bajo el piso de una iglesia antigua, se encuentra una estrella de plata. Se cree que ahí es donde nació Jesús.
Algunos de quienes uno se encuentra alrededor de Belén citan la Biblia, otros recitan el Corán y unos más cantan la Torá. Algunos muestran sus campos, otros señalan sus olivares, unos más evocan la historia, mientras que otros visualizan el futuro. Algunos rezan arrodillados sobre el piso, otros colocan la frente sobre el suelo, unos más plantan firmemente los pies en la tierra pero giran e inclinan el torso. Algunos arrojan piedras, otros conducen tanques y unos más se cubren de explosivos. No obstante, cuando se llega al meollo del asunto, cuando se prescinde del odio, la política y las guerras, lo único de lo que la mayoría habla, cuando se trata de Belén, es de la tierra. Un trocito de tierra. Un terreno erosionado por el viento, sin agua y con rocas por todos lados.
LOS JUDÍOS LLEGARON PRIMERO. Es lo que dice Menachem Froman, un rabino que vive en Tekoa, asentamiento judío encaramado en una meseta; un prístino conjunto de viviendas de piedra clara con tejados rojizos. Ahí viven 1 500 personas. Desde el norte de Tekoa, Froman puede ver todo Belén; el llamado musulmán a la oración se oye en la colonia cinco veces al día, puntual como el horario de un tren. Hacia el sur están los montículos marrones y yermos del desierto de Judea, donde se cree que Jesús ayunó 40 días. Y los profundos barrancos que se prolongan hasta por debajo del nivel del mar y se sumen, inmóviles, aún más, en el punto más bajo de la Tierra, el Mar Muerto. “Esto no es sólo tierra –dice Froman–. Esta es la Tierra Santa. No hay petróleo ni oro ni diamantes. ¡Es un desierto! Pero es la casa de Dios”. Froman tiene 62 años; su familia cuenta con 17 generaciones de rabinos. Él es el décimoctavo y su hijo también es rabino.
Nació en lo que hoy es Israel, pero que entonces, durante la Segunda Guerra Mundial, era conocido como el Mandato Británico de Palestina (los británicos comenzaron a gobernar la región en 1922, tras la caída del imperio otomano). Tras la Segunda Guerra Mundial, luego del Holocausto, las Naciones Unidas votaron para dividir la región en dos estados, uno judío y otro árabe. Los judíos aceptaron, pero los árabes no. La lucha entre ambos comenzó incluso antes de que Israel declarara su independencia en 1948, y la guerra subsiguiente dio como resultado la salida de 750 000 palestinos de sus poblados de origen, muchos de ellos forzados por el Ejército Israelí. Una gran parte se trasladó a la ribera occidental del río Jordán, Cisjordania, administrada por Jordania, o a la Franja de Gaza, gobernada por Egipto. Esos fueron los primeros refugiados palestinos.
Luego, en 1967, Israel venció a las fuerzas militares de Egipto, Jordania, Siria, Irak y Líbano en seis días caóticos y ocupó, entre otros territorios, Cisjordania, un lugar al que muchos israelíes se refieren por su nombre bíblico, Judea y Samaria. Eso inició el movimiento de colonización, los judíos se establecieron por todo el territorio recién conquistado.
Froman fue uno de los primeros en llegar. Él cree, como muchos colonos, que el derecho de los judíos sobre Judea y Samaria está escrito en el Antiguo Testamento. Ellos son los dueños y, por lo tanto, Froman siente que tiene el derecho, concedido por Dios, de vivir ahí.
En el distrito de Belén, que incluye la ciudad y los poblados vecinos, hay cerca de 180 000 palestinos, de los cuales más o menos 25 000 son cristianos (prácticamente todos viven en la zona urbana de Belén y en dos poblados satélites, Beit Jala y Beit Sahur). La geografía de la región incluye 22 asentamientos judíos, con una población cercana a los 80 000, y al menos una docena más de campamentos que se parecen a los asentamientos irregulares del Antiguo Oeste conocidos como puestos de avanzada; a menudo no son sino un círculo de casas móviles destartaladas.
Sólo con mirar por su ventana, en Tekoa, Froman ve por qué todo el mundo ansía un pedazo de esta tierra. Dice que para los judíos que aún esperan a su Mesías es posible que llegue justo aquí, en el campo erosionado de Belén, donde la presencia divina se palpa en el viento arenoso del desierto. Para los cristianos que aguardan el regreso de su Mesías, ¿por qué no habría de volver a su lugar de nacimiento? Los musulmanes no creen en un mesías –sólo existe Alá, el único Dios–, pero los musulmanes palestinos también veneran esta tierra, ya que Jesús es uno de sus profetas. También Belén y la vecina Cisjordania, al igual que la Franja de Gaza y Jerusalén, son lugares donde esperan fundar una patria viable.
Naciones Unidas, la Unión Europea y la Corte Internacional de Justicia han declarado ilegales las colonias israelíes, una violación de la Convención de Ginebra que prohíbe a las potencias invasoras que sus ciudadanos pueblen los territorios ocupados. Sin embargo, el gobierno israelí ofrece préstamos con facilidades a quienes buscan casa en los asentamientos de Cisjordania. Uno de los más grandes en el área de Belén se llama Har Homa. Sus flamantes edificios de apartamentos se levantan tan cerca de Belén, justo al otro lado del muro, que uno bien podría hacer una señal con la mano en una calle palestina y conseguir un taxi en Har Homa. Se ha convertido en un suburbio completamente desarrollado y en operación, con 2 000 israelíes. Cerca de la mitad de ellos no se consideran religiosos, y los anuncios de bienes raíces en Har Homa, pegados en numerosas vallas publicitarias, subrayan las ventajas seculares del poblado: ¡precios razonables, excelente ubicación y a poca distancia de Jerusalén!
Har Homa ejemplifica una estrategia israelí conocida como “hechos sobre el terreno”: mientras más judíos vivan en un área concentrada al este de la llamada Línea Verde –la demarcación establecida en el armisticio de 1949 tras la guerra de independencia israelí– hay más probabilidades de que esa zona se convierta en parte de Israel si la región se divide en dos países. Los palestinos todavía se refieren a Har Homa por su nombre original: Jabal Abu Ghuneim, “monte del pastor”, en árabe. Era uno de los últimos espacios abiertos de Belén, una ladera cubierta de pinos donde los pastores cuidaban de sus rebaños desde tiempos bíblicos. Las construcciones comenzaron en 1997, cuando el terreno fue deforestado y cubierto con torres de apartamentos. Los palestinos que poseían terrenos en ese lugar nunca recibieron compensación. Su nuevo nombre en hebreo significa “montaña amurallada”.
Los asentamientos están diseñados para parecer oasis urbanos seguros, pero no lo son. La presencia de colonos tan cerca de los poblados palestinos los convierte en blancos de una enemistad muy violenta. Los parabrisas de los autos recibían tantas pedradas que en algún momento los colonos reemplazaron los cristales con plástico irrompible. Antes de la construcción del muro, las balas perdidas, disparadas desde abajo, a veces se impactaban en las casas. En la colonia de Efrat, a unas cuantas colinas de Tekoa, un terrorista suicida detonó en el centro médico la bomba que llevaba consigo. Otro más murió a tiros cuando estaba a punto de explotar en el supermercado del asentamiento. Quien lo mató no fue un soldado, sino un colono.
“Nuestros hijos han asistido a más funerales que la mayoría de las personas en toda su vida –comenta Sara Bedein, madre de seis hijos que vive en Efrat–. Todos mis hijos tienen amigos, vecinos y compañeros de clase que fueron asesinados”. Bedein porta una mascada brillante en la cabeza; las mujeres judías ortodoxas, como las musulmanas tradicionales, no muestran su cabello en público. Agrega que después de que una bomba en un autobús escolar arrancó las piernas de tres jóvenes estudiantes y mató a dos profesores, su hija y sus compañeros comenzaron a cruzar las piernas en el autobús, creyendo que eso reduciría las probabilidades de perder alguna extremidad en un ataque. Y aun así, si le preguntan a Bedein por qué su familia no sale del territorio ocupado, responde inmediatamente y sin ambages: “Nos encanta estar aquí”. Adoran los paisajes, el aire montañés y el fuerte sentido de comunidad de los colonos. Muchos de ellos llevan armas aseguradas a la cintura, toman la ley en sus propias manos. Algunos incluso portan armas en la sinagoga y, al orar, mientras levantan los brazos suplicando a Dios, es claro que la protección que buscan no sólo es divina: se nota el inequívoco destello de un revólver guardado en su funda.
Cuando Seth Mandell camina un rato por el desierto, porta su Glock de nueve milímetros en una riñonera. Mandell vive en Tekoa, a unas calles del rabino Froman. Su paseo se ha convertido en un ritual de dolor. Baja afanosamente por una vereda empinada y resbalosa, salpicada de flores silvestres color escarlata, explosiones multicolores en el yermo paisaje desértico. Unas pocas palomas revolotean por encima de él. Palomas en el cielo, ramas de olivo por debajo.
Mandell se dirige a una pequeña gruta, un paraje tranquilo donde, según dice, los monjes han venido a meditar desde el siglo v. No sorprende que un joven de 13 años se haya animado a explorar. El muchacho era Koby Mandell, hijo de Seth. Decidió no ir a la escuela un día de mayo de 2001, junto con su amigo de 14 años Yosef Ishran, también de Tekoa.
Cuando llegó la noche y los chicos no regresaron a casa, se inició la búsqueda. Llegaron los soldados. A la mañana siguiente los encontraron en la cueva. Los habían matado a pedradas. Las paredes de la cueva estaban manchadas con su sangre. Junto a los cuerpos quedaron las bolsas de su almuerzo. Nunca atraparon a los asesinos. El dolor que siente Seth Mandell cuando camina por ahí parece emanar de él como ondas de calor del pavimento. Sin embargo, Mandell afirma que él y su familia –su esposa y sus otros tres hijos– no planean mudarse. Dice lo mismo que el rabino Froman. Repite lo que expresan muchos colonos. Su relación con esta tierra es profundamente espiritual, emocional y cultural. “Irme –concluye– sería dejar atrás parte de mí”.
MIL AÑOS ANTES del nacimiento de Cristo, Belén era conocida como la Ciudad de David. Ahí nació el rey David, un líder judío que ganó su reputación gracias a una famosa pelea: venció a Goliat al matarlo con una piedra lanzada con su honda. El gigante, cuya estatura, según el Antiguo Testamento, “era de seis codos y un palmo” –cerca de tres metros– pertenecía al pueblo filisteo, antiguo enemigo de los judíos. De la palabra “filisteo” deriva el actual término “palestino”, aunque ambos pueblos sólo están relacionados etimológicamente, no por lazos de sangre.
Si bien los judíos rara vez han ejercido el poder, fueron el grupo más numeroso de la región por centurias. Sin embargo, en el siglo I d. C., y tras una serie de gobernantes ineptos y de derrotas por parte del ejército romano, fueron expulsados de Tierra Santa. Durante los siguientes 2 000 años, los judíos se dispersaron por el mundo –la Diáspora– pero nunca dejaron de orar para volver a su tierra natal.
Mientras tanto, el cristianismo cobró importancia. Parece una casualidad que Jesús naciera en Belén; después de todo, era Jesús de Nazaret, un poblado a 145 km, al norte. Algunos arqueólogos e historiadores de teología dudan sobre muchos detalles del relato de la Navidad, incluso que Jesús naciera en Belén de Judea. Hay un diminuto poblado, llamado también Belén, ubicado mucho más cerca de Nazaret, donde algunos piensan que de hecho nació Jesús (en hebreo, Belén significa “casa de pan”, y podría referirse a cualquier lugar con un molino de harina).
Pero según el Nuevo Testamento, en el Evangelio de Lucas, el emperador romano de la época, César Augusto, llevó a cabo un censo que exigía a toda la gente regresar a su lugar de origen para empadronarse. José era descendiente del rey David y, aunque su esposa estaba próxima a dar a luz, ambos pudieron completar el viaje a Belén. El famoso relato del Evangelio de Lucas señala que “no había lugar para ellos en el mesón”, por lo que Jesús nació entre el ganado, tal vez en la gruta sobre la que al final se construyó la Iglesia de la Natividad.
El gobernante de Judea, el rey Herodes, estaba tan molesto por las noticias de que había nacido un nuevo rey y posible rival que, de acuerdo con el Evangelio de Mateo, mandó tropas a matar a todos los niños menores de dos años. María y José escaparon con Jesús a Egipto, pero se dice que miles de niños fueron asesinados.
Para el siglo iv, el cristianismo era la religión oficial del Imperio romano, y Belén pronto se convirtió en uno de sus lugares más sagrados. En el año 326, Helena, madre del primer emperador cristiano, Constantino, viajó a Belén y poco después su hijo comisionó la construcción de la Iglesia de la Natividad original (destruida en una revuelta 200 años después, pero reconstruida al poco tiempo. La segunda versión, que se concluyó a mediados del siglo vi, prevalece todavía). La visita de Helena y el flujo de dinero imperial provocaron la llegada de peregrinos, por lo que aparecieron pronto docenas de monasterios en el desierto cercano.
Luego llegaron los musulmanes. A principios del siglo vii, un mercader llamado Muhammad, quien vivía en la Meca, en lo que hoy es Arabia Saudí, escuchó que una voz que, según creyó, era la del arcángel Gabriel, le decía: “Recita”. Muhammad memorizó las palabras subsiguientes y esas revelaciones se convirtieron en el Corán, que en árabe significa “recitación”. A un siglo de la muerte de Muhammad, en el año 632, la religión que fundó, el islam, se había extendido por todo el Medio Oriente.
Por siglos, Belén permaneció como una isla cristiana en un océano musulmán en crecimiento. Los refugiados palestinos de la guerra de 1948 llevaron aún más musulmanes a la zona, pero Belén conservó su mayoría cristiana. Luego, en 1967, la victoria israelí alteró una vez más el rostro de la ciudad. Los colonos judíos empezaron a desplazarse hacia la Cisjordania ocupada; los cristianos, que habían comenzado a huir a tierras más seguras durante la Segunda Guerra Mundial, aceleraron su éxodo. Y los militantes palestinos iniciaron los ataques contra blancos civiles y militares. En la misma región donde alguna vez los judíos combatieron contra los filisteos, ahora se enfrentaban israelíes y palestinos. En 3 000 años, según parece, es poco lo que ha cambiado.
Antes de que toda apariencia de normalidad desapareciera, el restaurante Al-Amal, justo frente a la Plaza del Pesebre, a menudo estaba lleno de comensales judíos. Iban por el falafel, sazonado con tahini y perejil, y por los shawarma –pita caliente rellena de carne de carnero– recién cocinados. Los judíos también iban de compras a Belén, conocida por producir las mejores hortalizas de la región.
Pero para los palestinos, la ocupación israelí se tradujo en una serie de humillaciones tras otra: un pueblo orgulloso reducido a depender de su odiado enemigo, a merced de la ley marcial israelí, sin derecho a un aeropuerto y forzado a pagar impuestos a la autoridad invasora. En 1987, después de dos decenios en esta situación, se lanzó una intifada, o revuelta (la palabra significa literalmente “sacudimiento”). Los jóvenes palestinos arrojaban piedras a los tanques israelíes en una versión moderna de David y Goliat, con los papeles invertidos.
La intifada obligó a ambas partes a negociar, y en 1993 se suscribieron los Acuerdos de Oslo. Sin embargo, tanto israelíes como palestinos sentían que las condiciones de los acuerdos no eran respetadas por la contraparte. En 2000 inició una segunda rebelión palestina, esta vez más brutal. Los colonos eran blancos frecuentes y los terroristas suicidas atacaban cada vez más. Las fuerzas israelíes bombardeaban poblaciones palestinas, y los colonos atacaban a los pobladores y agricultores palestinos. Dos años después, los israelíes comenzaron a construir la barrera. Ahora, los únicos judíos que entran a Belén con frecuencia son soldados, en vehículos blindados y con las armas listas.
El dueño del restaurante Al-Amal es un musulmán de 53 años de edad llamado Omar Shawrieh, un hombre de corta estatura con barba recortada y profundas y pesadas ojeras causadas por la fatiga. El adorno más destacado de su restaurante es el cartel de un mártir: un muchacho de pelo rizado con camiseta azul claro. “Lleva su uniforme de la escuela”, dice Shawrieh. Se trata de su hijo.
El otoño pasado, el ejército israelí entró en la Plaza del Pesebre con la misión de aprehender a un militante muy buscado. Los soldados viajaban en un gran convoy: 12 jeeps blindados y un pelotón de soldados. Eran las primeras horas de la tarde. Mohammed Shawrieh, de 13 años, pasó al restaurante de su padre por dinero para ir a la peluquería. Empezó a sentirse la conmoción que siempre provoca la presencia de soldados; varias personas comenzaron a apedrearlos, luego la violencia se intensificó y hubo disparos. Mohammed era curioso y caminaba sin rumbo por la Plaza del Pesebre. Cuando Omar notó que su hijo había desaparecido, se aterrorizó. “Corrí a buscarlo –cuenta–, pero ellos se toparon con él antes que yo”. Mohammed recibió un tiro en el costado y la bala le perforó el hígado. Cuando llegó al hospital, ya se había desangrado.
Las Fuerzas de Defensa israelíes reconocen que se le disparó al muchacho. “Estábamos en medio de un operativo para localizar y arrestar a un terrorista muy buscado –comenta Aviv Feigel, teniente coronel de las FDI–. Fue algo muy intenso”. Según Feigel, lanzaban bombas molotov y granadas contra los soldados. Algunos resultaron heridos, por lo que respondieron al fuego. “Quizá el chico sólo miraba –agrega Feigel– o tal vez participaba. No investigamos. Es una situación complicada; no es el clásico campo de batalla. Todos ellos siempre andan con ropa de civil”.
Mohammed Shawrieh fue sepultado al día siguiente en un cementerio a las afueras de Belén, a la sombra de un almendro. A eso siguió una manifestación, así como una extensa distribución del cartel del mártir. Más tarde se colocó una placa en el lugar donde cayó herido, cerca de la Iglesia de la Natividad, justo fuera de las criptas donde se cree que yacen los huesos de los niños asesinados por el rey Herodes, hace más o menos 2 000 años.
La imputación de la culpa es cíclica. Omar Shawrieh, por supuesto, inculpa a las severas tácticas del Ejército Israelí; su rapidez para disparar, su desinterés por las vidas palestinas. El ejército israelí sostiene que si los terroristas no hubiesen querido matar a sus miembros, entonces los soldados no habrían entrado a la Plaza del Pesebre en primera instancia. Desde el inicio de la primera intifada, han muerto más de 5 600 palestinos y 1 200 israelíes. También hay moderados en la región, miles de judíos, musulmanes y cristianos que desean forjar vínculos y trabajar por la paz. Pero las circunstancias en Belén son tan tensas que hasta los esfuerzos menos importantes –un poblado árabe que intenta vender productos a una ciudad israelí, la universidad palestina local que quiere presentar a un conferenciante judío– se ven frustrados por la sombría realidad. La interacción entre palestinos e israelíes se ha reducido principalmente a breves intercambios en puestos de control fortificados; con frecuencia, los soldados israelíes están confinados en cabinas antibalas con vidrios tan gruesos que sus siluetas se desfiguran tras el cristal protector.
Ningún lugar alberga más frustración que los campos de refugiados, donde aún viven las familias que fueron arrancadas de sus hogares cuando Israel se convirtió en una nación; generación tras generación, atrapadas en un limbo apátrida. Si les pregunta de dónde son, le dirán el nombre de un poblado que probablemente fue borrado del mapa de Israel. Hablan con tono elegíaco sobre sus aguas cristalinas y sus verdes campos. Algunos muestran juegos de llaves oxidadas que alguna vez abrieron las casas donde sus padres o abuelos solían vivir antes de que existiera Israel.
“Todos en el campamento odian a los judíos”, dice Adel Faraj, de 28 años, dueño de una tienda en el Campamento Duheisha, en las faldas de las colinas de Belén, en la que todo el día fuma tabaco de una pipa de agua, llamada narguile. Más de 10 000 personas viven en una manzana de 1 300 metros cuadrados. Los niños corren entre vidrios rotos. Las aguas negras salen de las alcantarillas abiertas. Al menos dos terroristas suicidas provenían de Duheisha; uno de ellos era una joven.
“Mi amigo era un terrorista suicida”, continúa, al tiempo que exhala y llena su tienda de humo. Se refiere a Mohammad Daraghmeh, de 18 años, quien se hizo estallar en marzo de 2002, junto a una sinagoga de Jerusalén, y mató a 11 personas, incluidos dos niños y un bebé en una carriola.
“Estoy orgulloso de él –afirma Faraj sobre su amigo el terrorista suicida–. Hizo algo grande. Los israelíes nos han forzado a esta situación. Nos han dejado sin nada, y cuando no tienes nada, tampoco hay nada que perder”.
A LAS DOS DE LA MADRUGADA casi a diario entre semana, varios cientos de hombres que sí tienen algo que perder –esposas, hijos– comienzan a formarse en el lado de Belén del muro. Buscan empleo en el reconocido Estado israelí. Están de pie dentro de una larga jaula de metal, como pasadizo para ganado, en espera de que se les registre, se les empuje, se les tomen sus huellas y se les pase por el detector de metales. A algunos les piden desnudarse. El trámite puede durar más de dos horas. Para poder pasar por el puesto de control, deben estar casados y tener uno o varios hijos. El Ejército Israelí espera que eso garantice el regreso de los trabajadores.
Muchos de los hombres trabajan en la construcción, a menudo en los asentamientos. Esperan en fila durante horas para construir casas para sus enemigos en tierras que solían ser suyas. Les pagan 35 dólares al día. Luego regresan a casa pasando a través del muro.
“¿Usted cree que queremos hacer eso?”, pregunta uno de los hombres, Sufian Sabateen, de 35 años. Sostiene una bolsa de papel que contiene hummus y pan. Fuma un cigarrillo L&M. Su rostro, iluminado duramente por los reflectores del muro, es estoico. En una hora amanecerá. Sabateen insiste en que trabajaría gustosamente en Belén por la mitad del sueldo, pero no hay empleo. Así describe su semana: “De la cama al trabajo, del trabajo a la cama. La mía no es vida”.
El muro, según los palestinos, sofoca a toda una población por las acciones de una pequeña minoría. Piensan que es un intento israelí por establecer una nueva frontera nacional, encerrando en la parte israelí las mejores porciones de la tierra que ocuparon en 1967: los asentamientos, las escasas fuentes de agua y los campos fértiles. La ciudad de Belén está siendo comprimida en un cajón de 18 kilómetros cuadrados, rodeada por una barrera en tres lados.
Mientras el muro crece, unas excavadoras gigantes, protegidas por guardias armados, escarban día y noche como si fueran garras. Cuando esté terminado, tendrá una extensión de 724 kilómetros, internándose a veces hasta 24 kilómetros en el territorio de Cisjordania y reivindicando como suya 10 % de tierra palestina para los colonos israelíes. El gobierno sostiene que su meta es sólo proteger vidas israelíes, no reconfigurar la frontera, y que, tan pronto haya un cambio radical en la política palestina hacia Israel, el muro será destruido y la tierra confiscada será devuelta.
El gobierno israelí afirma que el muro funciona. La segunda intifada provocó oleadas de atentados suicidas a lo largo y ancho de Israel, matando a veintenas tanto de civiles como de soldados. A partir de 2003, con la construcción del muro a toda marcha y con más puestos de control militar, patrullas y servicios de espionaje, la cantidad de ataques disminuyó drásticamente. “Nuestra vida era un infierno –señala Ronnie Shake d, periodista israelí–. Las cafeterías explotaban, los autobuses también; pero ya no. El muro es muy importante, nos protege. Gracias a Dios que hay un muro”.
Sin embargo, los líderes palestinos sostienen que el muro tiene poco que ver con la disminución de los ataques suicidas. Según dicen, los atentados se han suspendido porque los principales grupos militantes, incluido Hamas, promulgaron una prohibición, con la esperanza de reanudar las conversaciones de paz. Un muro de concreto no puede detener a alguien que está dispuesto a morir, sostienen muchos palestinos; y, si los grupos militantes quisieran, podrían enviar un terrorista suicida a Jerusalén cada hora del día.
El político más poderoso de Belén tiene otro punto de vista. Salah Al-Tamari, gobernador del distrito de Belén, considera el muro un ardid psicológico. “Los israelíes quieren provocarnos; buscan que perdamos la cabeza –comenta–. Lo que quieren es que nos vayamos”. El gobernador piensa que los israelíes han creado deliberadamente esas condiciones de vida insoportables con la esperanza de que todos huyan. Así pueden quedarse con la tierra.
“No lo van a lograr”, dice Al-Tamari. Vaticina que sucederá lo opuesto: los israelíes perderán al final. El gobernador afirma que la simple demografía favorece a los palestinos. Los palestinos musulmanes, en promedio, tienen más hijos por familia que los judíos israelíes. “Su arma nuclear –cuenta un soldado israelí– es el útero”. En 2010, la cantidad de judíos y palestinos en Israel y los territorios ocupados será más o menos igual. Después de eso, los palestinos tendrán la mayoría.
“Permaneceré aquí, y mis hijos también –dice Al-Tamari–. Creo en el futuro. El muro caerá y la ocupación terminará… tal vez en 10 años, quizá en 50. No sabemos cuándo, pero sí sabemos una cosa: nos quedamos aquí, en nuestra tierra, no importa lo que suceda”.
BELÉN QUIZÁ SEA donde empezó el cristianismo, pero hoy en día sus residentes cristianos están en un lugar peligroso y difícil. Los israelíes los consideran palestinos, mientras que los musulmanes los ven como cristianos. Ellos son los encargados de mantener la paz entre las facciones en guerra o las víctimas que son atacadas desde ambos lados. Bernard Sabella, sociólogo cristiano y miembro del Parlamento Palestino, asevera que la comunidad cristiana quizá sea lo único que evita que en toda el área haya una implosión ensangrentada. La sola presencia de cristianos parece reducir la escala de violencia en la ciudad: los soldados israelíes andan con pies de plomo en los lugares santos cristianos. Lo último que Israel necesita es provocar la ira de los cristianos del mundo al dañar alguna iglesia venerada.
Sin embargo, los cristianos de Belén se sienten cada vez más como intrusos en su propia ciudad. Muchos se visten a la moda occidental actual: jeans ajustados, pronunciados escotes, joyería llamativa. Los sábados por la noche, los adolescentes se dirigen a Cosmos, una de las pocas discotecas de Cisjordania, donde circulan los tragos de tequila y se dan bailes (un tanto) lascivos. Aunque algunos musulmanes visten ropa moderna, la mayoría de las mujeres islámicas de Belén llevan mascadas en la cabeza y otras usan jilbobs, túnicas largas y holgadas diseñadas para ocultar sus curvas. Tomar bebidas alcohólicas en público no es aceptable para ninguno de los dos sexos. El intercambio social entre cristianos y musulmanes es poco frecuente, y los matrimonios entre personas de distintas religiones casi no existen. Aun así, los cristianos y musulmanes sí trabajan juntos en oficinas gubernamentales, hospitales, escuelas y organizaciones de beneficencia.
En los puestos de control, a los cristianos se les trata como a los demás residentes de Belén: con extrema desconfianza. Incluso el alcalde, Victor Batarseh –el alcalde de Belén, por disposición local, debe ser cristiano– no tiene permitido quedarse en la parte israelí del muro después de las 19 horas. “Es humillante –dice Batarseh–. Si me invitan a cocteles en Jerusalén, no puedo ir porque no tengo permiso”. Tiene 73 años.
Bernard Sabella calcula que, a causa del conflicto, más de 3 000 cristianos han huido en los últimos siete años. “No son meros números –aclara Sabella–, sino el tipo de gente. ¿Quiénes están emigrando? Los instruidos, los ricos, los moderados en la política, familias jóvenes. Aquellos que mejor podrían cambiar la situación son quienes se están yendo. Los que no tienen preparación, carecen de estudios o los radicales no pueden obtener visas”.
“No podemos sobrevivir aquí”, comenta el patriarca de una familia cristiana cuya identidad se nos pidió no revelar. En Belén, según afirma, el gobierno local es esencialmente un títere del Ejército Israelí: la policía y los tribunales tienen poca autoridad, situación que afecta a todos los residentes, incluidos los musulmanes. El verdadero poder de Belén lo ejercen los clanes familiares, y los más poderosos son musulmanes. Algunos habitantes dicen, en su fuero interno, que ojalá que los israelíes simplemente tomaran la ciudad.
“Los cristianos temen que si hablamos con franqueza y se enteran las familias musulmanas, seremos perseguidos”, prosigue el patriarca, quien ahora piensa en irse. “Nuestra familia –continúa– se habrá ido totalmente de Tierra Santa por vez primera vez desde Cristo”.
“Hace 50 años había sólo un puñado de mezquitas en el distrito de Belén. Ahora hay casi 100. ¿Puede concebir a Belén sin ningún cristiano? Mejor empiece a imaginárselo, porque en unos años podría ser realidad”.
Los mismos cristianos no son inmunes a las luchas internas. Literalmente cada metro cuadrado de la Iglesia de la Natividad se lo disputan las tres sectas que comparten su uso en la actualidad: ortodoxos griegos, católicos romanos y ortodoxos armenios. Los santos varones de las tres creencias discuten sobre quién debe limpiar qué muro sagrado o sobre quién puede caminar en qué pasillo. A veces parece que los guardias de la iglesia no están ahí para proteger a los turistas, sino para evitar que los sacerdotes se ataquen mutuamente. “Además de Cristo –dice el padre Ibrahim Faltas, fraile franciscano que sirvió en la Iglesia de la Natividad durante 12 años– aquí ha habido muy pocos que muestren la otra mejilla”.
Ni siquiera se ponen de acuerdo sobre la Navidad en Belén. ¿En qué fecha se celebra el día santo en la Iglesia de la Natividad? Los sacerdotes ortodoxos griegos, que poseen una moderada participación mayoritaria en el control de la iglesia, se basan, por razones eclesiásticas, en el calendario juliano, que tiene un desfase de 13 días con respecto al actual calendario gregoriano. Por lo tanto, su Misa de Navidad es el 6 de enero. El servicio religioso de Nochebuena en Belén, transmitido por televisión a todo el mundo el 24 de diciembre, de hecho se lleva a cabo en la Iglesia de Santa Catalina, administrada por los católicos romanos, mucho más nueva y situada junto a la Iglesia de la Natividad. Y para terminar de complicar las cosas, los armenios celebran la Navidad en su ala de la iglesia el 18 de enero.
Sin embargo, no importa su versión del cristianismo –o incluso si no es religioso en absoluto–; parece haber algo significativo en la cueva debajo del piso de la iglesia, con su olor a incienso y a cera derretida, iluminada con una serie de focos desnudos. Visitantes de todo el mundo descienden los 14 escalones hacia la tierra. Algunos caen involuntariamente sobre sus rodillas. Rezan, cantan, lloran y se desmayan en el sitio de la Natividad. Sucede todo el día, todos los días.
El aire de esa gruta, frío y húmedo, tiene el olor de la historia. Los conflictos aquí son un microcosmos de los acontecimientos mundiales. Por lo tanto, lo que sucede aquí refleja lo que amenaza la paz mundial. “Es fácil pensar en Belén como el centro del mundo –comenta el alcalde Batarseh–. Este no puede ser un lugar donde nunca exista la calma. Si alguna vez el mundo ha de tener paz, esta tiene que empezar aquí mismo”.
http://ngenespanol.com/2007/11/29/belen-2007-d-c/
http://psuvbatallon636b.blogspot.com/2008/12/fwd-yvke-mundial-la-cuna-de-cristo-es.html