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lunes, 17 de enero de 2011

Injusticia en tres dimensiones. Robert Fisk

Soy orgulloso propietario de un Perfescopio de madera. No, lectores, no lo busquen en Google. Yo les diré qué aspecto tiene: una cruza entre un periscopio y un morral como los que se usan para dar el pienso a los caballos; el mío está patentado en Estados Unidos, Canadá, Francia, Gran Bretaña, Alemania, Austria, Bélgica” y garantizado por “Underwood and Underwood, Nueva York”.

Frente a un armazón de madera que aloja dos lentes de vidrio se extiende una tira delgada de madera, cruzada en el otro extremo por una barra más pequeña, provista de dos sujetadores de metal. Sobre ésta puedo colocar una tarjeta que lleva dos fotografías idénticas de Palestina –de más de 100 años de antigüedad–, y cuando atisbo por los lentes percibo dos hechos: que los campesinos se recortan en tercera dimensión contra los fértiles campos y árboles de la Palestina otomana, y que esa antigua provincia no es la tierra “improductiva” de la que hablan las canciones y leyendas israelíes.

Mi Perfescopio es una versión muy primitiva de esos lentes de tercera dimensión de plástico rojo, montados en cartón, con los que solíamos ver películas y leer –si tal es la palabra– comics de vaqueros. Pero los personajes de estas imágenes aparecen frente a edificios, castillos, murallas, pozos antiguos y valles en Jerusalén, Monte Saba, Bethel, Jaffa, el Mar Muerto… Tengo un juego separado de tarjetas de Egipto, en las cuales los pilones de Tebas y las tumbas de los reyes destacan en dimensiones similares, en tanto antiguos guías de turistas marcan el primer plano.

Tengo que explicar cómo llegó a mis manos esta máquina notable. Me la regaló en la iglesia de Woodstock, en Oxfordshire, un ex archisionista: un obsequio de un judío que da testimonio de la numerosa población musulmana de Palestina, entregado frente a un altar cristiano a un reportero que de rutina, cuando le preguntan su religión, contesta: “periodista”.

El generoso donador fue Gabriel Gabby Dover –había asistido al Festival Woodstock de The Independent–, y tampoco necesitan buscarlo en Google. Gabby, hoy de 72 años, es nada menos que uno de nuestros genetistas más controvertidos (en el mejor sentido del término): inventó la frase “impulso molecular”, pasó un cuarto de siglo en el departamento de genética de Cambridge y es profesor emérito de genética evolutiva en Leicester.

No siendo técnico ni científico, pido perdón a Gabby si expongo con demasiada simplicidad su tesis principal, presentada en su libro Dear Mr Darwin: Letters on the Evolution of Life and Human Nature (Estimado señor Darwin: cartas sobre la evolución de la vida y la naturaleza humana). Es la siguiente: ni la naturaleza ni la crianza están en el centro de nadie; no se puede demostrar lo que ocurre en el óvulo fertilizado. “Por lo regular uno se identifica con un grupo afín –me explicó Gabby en su momento–. Pero si me identifico con miles de personas que presencian un partido del Manchester United, es probable que, en circunstancias normales, no tenga nada en común con ellas.” En otras palabras –traté de arrancarle esta conclusión–, aun si tenemos 100 personas que procedan del mismo esperma, seguirán siendo diferentes.

Se puede decir que Gabby Dover también se desvió de su grupo afín y se encontró un día apoyando a Ayuda Médica para Palestina, acto que impulsó a un académico judío, cercano amigo suyo, a preguntarle por qué no apoyaba la ayuda médica para Israel. Gabby recuerda haber contestado que entre ambos pueblos existe un “golfo de riqueza”.

En verdad, los antecedentes familiares de Gabby son casi tan complejos como su tercera fuerza evolutiva putativa, que según su teoría opera en forma separada de la selección natural y el impulso genético. Su madre, socialista fabiana y pionera del sionismo, lo animó a ser un kibbutznik; ella conoció en 1937 a quien sería el padre de Gabby, nacido en una culta familia de judíos sefarditas de Damasco, pero él, según mi amigo, “salió disparado hacia Palestina” cuando el hijo nació.


Gabby no necesitó que le lavaran el cerebro para abrazar el sionismo. Los líderes juveniles de sus tiempos eran “modelos a seguir” y él trabajaba con alegría a principios de la década de 1960 con su muy joven esposa en el kibbutz Nachshonim, cuyo futuro económico radicaba en el cultivo exitoso de un valle extenso y fértil que pocos años antes había pertenecido a los palestinos.

Gabby me ha escrito más tarde para contarme su historia, así que junto a su carta saco otras de sus tarjetas con fotografías y las inserto en mi Perfescopio de madera. Veo árabes palestinos en una distante Haifa, mujeres en vestidos tradicionales palestinos en un huerto de Hebrón, otras de pañoleta cosechando cebada cerca de Belén, una procesión de árabes cristianos en la iglesia del Santo Sepulcro, y unas cuantas imágenes de judíos palestinos barbados, entre ellos un rabí entrado en años: miembros de una población judía que, en la década de 1900, representaba menos de 10 por ciento del total del país.

Pero la grisura tridimensional de estas imágenes arroja una luz perturbadora y trágica sobre los paisajes. Esas mujeres árabes de mediana edad probablemente vivieron para oír la Declaración de Balfour, aunque sólo los niños que miraban con inocencia a la cámara llegarían –en su edad mediana, desde luego– a vivir la experiencia del exilio palestino y la creación de ese Israel al que Gabby viajó.

En una conmovedora carta a su nieta, Gabby describe su conversión parcial cuando, luego de años de estar convencido de que “los judíos habíamos llegado a la tierra que nos pertenecía”, tenía que sacar un tractor de su kibbutz, dar vuelta a la derecha en la puerta y vaciar basura en un tiradero al lado del camino. “Decidí dar vuelta a la izquierda y cruzar la frontera con el tractor, ruta que pocos tomaban en el kibbutz y que en cierta forma estaba prohibida. Unos tres kilómetros adelante llegué a dos grupos de edificios blancos de piedra, con eucaliptos maduros e higueras, destrozados y vacíos, que alguna vez fueron los frescos y sin duda hermosos hogares de palestinos… Cómo no detenerme a pensar en esa enorme dislocación tan cerca de mi casa… Me volví un fantasma en una ciudad fantasma de la que nadie hablaba nunca.”

No fue ésa la única razón por la que Gabby se marchó de Israel. También tuvo que ver “el creciente sentimiento existencial de que no podía vivir una vida en la que todo estaba previsto de antemano”. Pero la visita a la aldea abandonada fue esencial en su experiencia. “Revela cómo unas cosas pequeñas conducen a otras –me dijo esta semana–. Fue una revelación brutal, los hogares árabes destrozados y yo allí solo, viendo eso. Nunca había estado allí.”

Miré una vez más ese mundo perdido de Gabby, y todas las figuras que se extendían en tercera dimensión sobre los campos y colinas. Su destino se había decretado ya en salones de Londres, decidido por la guerra inminente que acabaría por derribar esas minúsculas banderas turcas de las imágenes. Underwood and Underwood –y Gabby– me mostraron los fantasmas en tercera dimensión de aquellos palestinos. Por supuesto, tuvo que dar vuelta a la izquierda en la puerta para poder encontrarlos.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya

http://www.jornada.unam.mx/

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